domingo, 9 de julio de 2017

LAWRENCE ANTHONY: EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LOS ELEFANTES


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La primera vez que leí el título me vino a la cabeza la novela de Nicholas Evans y la película basada en ella que dirigió y protagonizó Robert Redford: El hombre que susurraba a los caballos. Sin embargo, no me miraba ningún caballo desde la portada, sino un elefante de piel gruesa, dura y arrugada. Sin él saberlo, mantuvimos el contacto visual unos minutos, hasta que cogí el volumen para leer la sinopsis en la contraportada.
 Aquel texto me supo a muchas de las novelas africanas que había leído de adolescente en aquellos tomos de Biblioteca de selecciones del Reader's Digest, historias condensadas que, sin duda, tienen mucho que ver en la concisión de mis relatos y novelas.

Novelas africanas de Biblioteca de Selecciones de Reader's Digest
Fotografia: Pedro Delgado

 No obstante, lo que definitivamente me llevó a querer leer el libro fue un dato acerca del autor sobre algo que aconteció muy lejos de Sudáfrica. En 2003, cuando el Trío La la la o de las Azores invadió Irak, los 650 animales del zoológico de Bagdad quedaron a merced de las bombas, pues Sadam Husein había convertido el recinto en una base militar. El personal del zoológico abandonó sus funciones a principios de abril por motivos de seguridad. Un hecho que, sumado a la escasez de alimentos que había en la capital, llevó a que se cometieran diversos actos de pillaje, siendo las aves y los pequeños mamíferos el botín más preciado. Pero la debacle llegó con la invasión. En la primera semana sólo sobrevivieron al caos de la guerra 35 animales. Algunos, escapados de sus jaulas, deambulaban como zombis por el zoológico o las calles de la ciudad, donde los soldados estadounidenses abatieron a varios leones, mientras otros permanecían en sus celdas en estado crítico, sin nada que beber ni comer. Lawrence Anthony (Sudáfrica, 1950-2012) fue un ángel para ellos, encargándose con Brendan Whittington-Jones de su rescate. Una historia que está narrada en Babylon's ark: the incredible wartime rescue of the Baghdad Zoo, texto que también escribió con su amigo Graham Spence y que espero se anime a traducir y publicar Capitán Swing*.

Lawrence Anthony: El hombre que susurraba a los elefantes
Fotografía: Pedro Delgado

 Pero si todo esto no es significativo para ustedes, prueben a leer el prólogo:
En 1999 me pidieron que acogiese una manada de elefantes salvajes en mi reserva natural. Entonces no tenía ni la menor idea de las andanzas y aventuras en las que estaba a punto de embarcarme, ni tampoco del reto que supondría, ni de cuánto enriquecería mi vida. 
 La aventura ha sido tanto física como espiritual. Física en el sentido de que fue pura acción desde el principio, como comprobaréis en las páginas que siguen; espiritual porque estos gigantes del planeta me llevaron a las profundidades de su mundo. 
 Espero que el título no se preste a confusión: este libro no trata de mí, porque yo no reivindico ningunas dotes especiales. El mérito es de los elefantes, pues fueron ellos quienes me hablaron y me enseñaron a escuchar. 
 Ocurrió a un nivel puramente personal. No soy científico, sino conservacionista, por lo que cuando describo las reacciones de los elefantes o las mías me baso simplemente en mis propias experiencias. Aquí no hay pruebas de laboratorio, sino que a base de observación y práctica descubrí qué era más conveniente para ellos y para mí en lo que sería nuestra odisea en común.
 No solo soy conservacionista, sino que también tengo la inmensa suerte de poseer una reserva natural llamada Thula Thula. Abarca algo más de dos mil hectáreas de sabana arbolada virgen en el corazón de Zululandia, Sudáfrica, donde antes los elefantes vivían en libertad. Ya no. Muchos zulúes de las zonas rurales no han visto un elefante en su vida. Mis elefantes fueron los primeros ejemplares salvajes que se reintrodujeron en esta región desde hacía más de un siglo. 
 Thula Thula es el hogar natural de gran parte de la fauna indígena de Zululandia, entre la que se encuentra el majestuoso rinoceronte blanco, el búfalo africano, el leopardo, la hiena, la jirafa, la cebra, el ñu, el cocodrilo y numerosas especies de antílope, así como depredadores menos conocidos como el lince y el serval. Hemos visto pitones largas como un camión y posiblemente tenemos la mayor población reproductora de buitre dorsiblanco de la provincia. 
 Y, cómo no, también tenemos elefantes. 
 Los elefantes aparecieron de la nada, como leeréis más adelante. Hoy no puedo imaginarme una vida sin ellos. No quiero una vida sin ellos. Para comprender cómo han podido enseñarme tantas cosas, es imprescindible tener en cuenta que en el reino animal la comunicación es tan natural como la vida misma, y que al principio solo fueron las autoimpuestas limitaciones humanas las que dificultaron mi comprensión. 
 En nuestras ruidosas ciudades solemos olvidar aquello que nuestros antepasados sabían de forma instintiva: que la naturaleza está viva y que habla a todo aquel que quiera escucharla... y responder. 
 También debemos comprender que hay cosas incomprensibles. Los elefantes tienen particularidades y aptitudes que la ciencia es incapaz de descifrar. Los elefantes no pueden reparar un ordenador, pero en materia de comunicación, tanto física como metafísica, dejarían boquiabierto al mismísimo Bill Gates. En algunos aspectos esenciales están mucho más avanzados que nosotros. 
 Es evidente que en el reino animal y vegetal ocurren hechos inexplicables, y no hay nada como observar lo que sucede a nuestro alrededor para cuestionarnos gran parte de lo que siempre hemos considerado una verdad incontestable. 
 Por ejemplo, cualquier guarda forestal nos dirá que cuando deciden sedar a un rinoceronte para reubicarlo en otra reserva, el día elegido para disparar el dardo sedante no encontrarán ni un solo rinoceronte, aunque el día anterior hubiese rinocerontes por todas partes. De algún modo perciben que van a por ellos y se esfuman, sin más. A la semana siguiente, cuando queramos sedar a un búfalo, los rinocerontes que habían desaparecido estarán ahí mismo, mirándonos. 
 Hace muchos años observé a un cazador que acechaba a su presa. Tenía permiso para cazar únicamente un joven impala macho soltero, pero los únicos impalas que encontró ese día fueron los que tenían a su cargo hembras con crías. Lo más increíble fue que esos machos a los que no podía disparar se pasearon ante la mira del cazador con todo el descaro del mundo mientras que, a lo lejos, los impalas solteros corrían para salvar la vida. 
 ¿Cómo es posible? Los guardas forestales más prosaicos dicen que se trata, simple y llanamente, de la ley de Murphy (es decir, que si algo puede salir mal, saldrá mal). Si quieres disparar o sedar a un animal en concreto, se esfumará. Otros, como yo, no están tan seguros. Quizá haya un componente algo más místico. Quizá las noticias corran con el viento. 
 Esta opinión menos convencional es la que defiende un viejo y sabio rastreador zulú que conozco muy bien. Este curtido hombre de la sabana me dijo que siempre que los monos de los alrededores de su aldea empiezan a pasarse de la raya y roban comida o muerden a los niños, el consejo del poblado decide disparar a uno para ahuyentar al resto del grupo. 
 –Pero esos monos son muy listos –me contó, dándose golpecitos en la sien–. En cuanto decidimos coger la escopeta, desaparecen. Ya hemos aprendido que no podemos pronunciar las palabras "mono" ni "escopeta", porque entonces no saldrán del bosque. Cuando hay peligro, lo oyen sin oírlo. 
 En efecto. Lo sorprendente es que el fenómeno trasciende incluso a la vida vegetal. A tres kilómetros de nuestra casa hemos construido un pequeño hotel de madera en una arboleda centenaria de acacias y varias especies de angiospermas. En este bosque ancestral, cuando un antílope o una jirafa empiezan a comerse las hojas de una acacia, esta no solo comprende que la están atacando, sino que rápidamente secreta tanino para amargar las hojas. A continuación el árbol emite un aroma, una feromona que advierte del peligro a otras acacias de los alrededores. Estos árboles vecinos reciben la advertencia y secretan tanino de inmediato, anticipándose al ataque. 
 Ahora bien, las acacias no tienen cerebro ni sistema nervioso central. ¿Qué es lo que toma estas decisiones tan complejas? O, mejor dicho, ¿por qué? ¿Por qué un árbol al parecer insensible va a preocuparse por la seguridad de su vecino y se tomará tantas molestias para protegerlo? Si carece de cerebro, ¿cómo puede saber siquiera que tiene familia o vecinos que proteger? 
 Bajo el microscopio, los organismos vivos no son más que un caldo de sustancias químicas y minerales. Pero ¿y lo que el microscopio no ve? Esta fuerza vital, el ingrediente esencial de la existencia que comparten tanto la acacia como el elefante, ¿puede cuantificarse? 
 Mis elefantes me han demostrado que sí. Me han enseñado que en el reino de los paquidermos existen la comprensión y la generosidad; que los elefantes son sensibles, afectuosos y sumamente inteligentes, y que aprecian las buenas relaciones con los humanos. 
 Esta es su historia. Ellos me enseñaron que todas las formas de vida son importantes para nuestra búsqueda común de la felicidad y la supervivencia. Que la vida es algo más que nosotros, nuestra familia y nuestra especie. 
 Pues bien, la misma oralidad tiene el resto del libro, con una excelente traducción de Magdalena Palmer que hace que el texto no se nos atraviese en ningún momento. Yo empecé a leerlo el jueves, mientras hacía cola para entregar la matrícula en el instituto de mi hijo, y ya no pude soltarlo, pues, como dice Lawrence, "cuando se dirige un parque natural en cuanto un problema se va, aparece otro", lo que te mantiene enganchado a sus páginas. Además, para mí es un libro especial por la atracción que siento por estos animales.

Los elefantes de mi escritorio (Fotografía: Pedro Delgado)

 También un viaje a una reserva Sudafricana sin tener que facturar la maleta, ni sellar el pasaporte.

Visado y sello de entrada en Sudáfrica
(Foto: cortesía de mi hermano Marcial)

Visado y sello de entrada en Sudáfrica
(Foto: cortesía de mi hermano Marcial)

 Como cierre, comentar que cuando Lawrence Anthony falleció de un infarto a los 61 años, la manada fue a su casa a llorar su muerte. Un comité de despedida que, terminado el libro, vuelve a ponerme los pelos de punta.

Lawrence Anthony (Sudáfrica, 1950-2012)


*al igual que The last rhinos en el que narra sus incursiones en un Sudán en guerra para salvar al último rinoceronte blanco del norte.

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